Por Ricardo Peraza En la esquina de una avenida cualquiera de la Ciudad de México, un hombre mira el reloj mientras espera el camión de las once de la noche. Sale de una planta donde fichó a las siete de la mañana. Doce, trece horas después, el sueldo apenas alcanza para la renta, el súper y una deuda que crece de forma silenciosa como moho en la pared. A su alrededor, los anuncios espectaculares venden otra historia: récords de utilidades, bancos “más sólidos que nunca”, marcas “socialmente responsables”. El país de las ganancias luce radiante. El país de los trabajadores camina con sueño. Durante décadas, el guion fue claro: la prioridad era atraer inversión, abaratar costos, “flexibilizar” el trabajo. Se le llamó modernización, competitividad, apertura. En realidad, significó una transferencia constante de valor del trabajo al capital. Los salarios se quedaron congelados mientras la productividad se exigía al alza; las jornadas largas se normalizaron como si el tiempo de la gente fuera un recurso inagotable; los sindicatos se domesticaron o fueron expulsados de la mesa. El resultado está a la vista: México es uno de los países donde más se trabaja al año y, al mismo tiempo, uno de los más desiguales del mundo desarrollado. Un puñado concentra la riqueza; millones concentran el cansancio. La vieja promesa neoliberal de que “si a las empresas les va bien, eventualmente, a todos les irá bien” se convirtió en una especie de religión fracasada: ofrendas diarias de horas extra, rezos por un ascenso que nunca llega y la fe, cada vez más débil, de que el esfuerzo será recompensado. Mientras tanto, otros países se atrevieron a tocar el tabú: reducir la jornada laboral. Chile y Colombia han puesto en marcha planes para llegar a las 40 horas. En Europa se experimenta con semanas de cuatro días sin bajar salarios. Lejos del apocalipsis anunciado por ciertos gremios empresariales, los datos muestran más productividad, menos estrés, mejor salud mental. Lo que parecía una herejía económica empieza a verse como una obviedad: un trabajador menos explotado rinde mejor y vive mejor. México ha llegado tarde a esa conversación, pero ha llegado. La reforma para reducir la jornada máxima de 48 a 40 horas semanales —sin disminución de sueldo— marca un momento de quiebre. No es casual que se impulse después de años de aumentos al salario mínimo y de un debate creciente sobre la desigualdad. La pregunta de fondo ya no es sólo cuánto crece la economía, sino para quién crece. La ruta pactada es gradual: la jornada se irá reduciendo escalonadamente hasta alcanzar las 40 horas. No es el salto heroico que muchos trabajadores soñaban, pero sí un movimiento tectónico en la forma de entender el tiempo laboral. Detrás hay algo poco frecuente en México: un consenso amplio. Organismos empresariales que al principio advirtieron riesgos apocalípticos, terminaron aceptando la reforma con condiciones de transición. Sindicatos y colectivos, por su parte, han empujado para que no se diluya el objetivo final. En un país donde casi todo se convierte en guerra cultural, que la dignidad del tiempo de trabajo logre juntar a tantos en la misma mesa es un dato político poderoso. Pero la historia no termina en el Diario Oficial. La siguiente batalla será en la práctica: en el centro de trabajo donde se intentará disfrazar la reducción de jornada con más horas extra “voluntarias”; en la maquila, donde la productividad se pretenda mantener con el mismo modelo de siempre: más presión, más rotación, menos derechos. Ahí es donde entra otra pieza del nuevo lenguaje económico: ESG. Tres siglas —ambiental, social, gobernanza— que muchos repiten como mantra sin entender que, en el fondo, son una enmienda al neoliberalismo. El componente “S” de ESG habla de condiciones laborales dignas, de salud mental, de no exprimir a la gente hasta romperla. Una empresa que presume reportes ESG, pero se resiste con uñas y dientes a la jornada de 40 horas, está mintiendo. Una firma que habla de “nuestro activo más valioso es la gente” mientras calcula su modelo de negocio sobre la base de 48 o 50 horas semanales mal pagadas, está confesando, en realidad, que su activo más valioso es la obediencia, no la gente. La reforma de las 40 horas no resolverá, por sí sola, la desigualdad brutal que arrastramos. Pero es una grieta en el muro de una idea que ya no se sostiene: que la única forma de competir es a costa del tiempo y del cuerpo de quienes trabajan. Es, también, una prueba para todos los que han llenado discursos, informes y campañas con palabras como “sostenibilidad”, “bienestar” y “responsabilidad social”. Dentro de unos años, cuando miremos atrás, sabremos si la reforma fue un acto de maquillaje o el inicio de un nuevo pacto. No bastará con que cambien los números en la ley; tendrá que cambiar la escena de la noche en la ciudad: menos trabajadores esperando el camión a las once, más padres llegando a tiempo para cenar con sus hijos, más vidas organizadas en torno a algo más que la sobrevivencia. Tal vez entonces podamos decir que, al fin, el trabajo empezó a pesar tanto como el capital en la balanza. Y que el país de las ganancias dejó de construirse sobre las espaldas encorvadas de quienes nunca veían salir el sol en su propia casa.   Columnista: Opinión del experto nacionalImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0Por Ricardo Peraza En la esquina de una avenida cualquiera de la Ciudad de México, un hombre mira el reloj mientras espera el camión de las once de la noche. Sale de una planta donde fichó a las siete de la mañana. Doce, trece horas después, el sueldo apenas alcanza para la renta, el súper y una deuda que crece de forma silenciosa como moho en la pared. A su alrededor, los anuncios espectaculares venden otra historia: récords de utilidades, bancos “más sólidos que nunca”, marcas “socialmente responsables”. El país de las ganancias luce radiante. El país de los trabajadores camina con sueño. Durante décadas, el guion fue claro: la prioridad era atraer inversión, abaratar costos, “flexibilizar” el trabajo. Se le llamó modernización, competitividad, apertura. En realidad, significó una transferencia constante de valor del trabajo al capital. Los salarios se quedaron congelados mientras la productividad se exigía al alza; las jornadas largas se normalizaron como si el tiempo de la gente fuera un recurso inagotable; los sindicatos se domesticaron o fueron expulsados de la mesa. El resultado está a la vista: México es uno de los países donde más se trabaja al año y, al mismo tiempo, uno de los más desiguales del mundo desarrollado. Un puñado concentra la riqueza; millones concentran el cansancio. La vieja promesa neoliberal de que “si a las empresas les va bien, eventualmente, a todos les irá bien” se convirtió en una especie de religión fracasada: ofrendas diarias de horas extra, rezos por un ascenso que nunca llega y la fe, cada vez más débil, de que el esfuerzo será recompensado. Mientras tanto, otros países se atrevieron a tocar el tabú: reducir la jornada laboral. Chile y Colombia han puesto en marcha planes para llegar a las 40 horas. En Europa se experimenta con semanas de cuatro días sin bajar salarios. Lejos del apocalipsis anunciado por ciertos gremios empresariales, los datos muestran más productividad, menos estrés, mejor salud mental. Lo que parecía una herejía económica empieza a verse como una obviedad: un trabajador menos explotado rinde mejor y vive mejor. México ha llegado tarde a esa conversación, pero ha llegado. La reforma para reducir la jornada máxima de 48 a 40 horas semanales —sin disminución de sueldo— marca un momento de quiebre. No es casual que se impulse después de años de aumentos al salario mínimo y de un debate creciente sobre la desigualdad. La pregunta de fondo ya no es sólo cuánto crece la economía, sino para quién crece. La ruta pactada es gradual: la jornada se irá reduciendo escalonadamente hasta alcanzar las 40 horas. No es el salto heroico que muchos trabajadores soñaban, pero sí un movimiento tectónico en la forma de entender el tiempo laboral. Detrás hay algo poco frecuente en México: un consenso amplio. Organismos empresariales que al principio advirtieron riesgos apocalípticos, terminaron aceptando la reforma con condiciones de transición. Sindicatos y colectivos, por su parte, han empujado para que no se diluya el objetivo final. En un país donde casi todo se convierte en guerra cultural, que la dignidad del tiempo de trabajo logre juntar a tantos en la misma mesa es un dato político poderoso. Pero la historia no termina en el Diario Oficial. La siguiente batalla será en la práctica: en el centro de trabajo donde se intentará disfrazar la reducción de jornada con más horas extra “voluntarias”; en la maquila, donde la productividad se pretenda mantener con el mismo modelo de siempre: más presión, más rotación, menos derechos. Ahí es donde entra otra pieza del nuevo lenguaje económico: ESG. Tres siglas —ambiental, social, gobernanza— que muchos repiten como mantra sin entender que, en el fondo, son una enmienda al neoliberalismo. El componente “S” de ESG habla de condiciones laborales dignas, de salud mental, de no exprimir a la gente hasta romperla. Una empresa que presume reportes ESG, pero se resiste con uñas y dientes a la jornada de 40 horas, está mintiendo. Una firma que habla de “nuestro activo más valioso es la gente” mientras calcula su modelo de negocio sobre la base de 48 o 50 horas semanales mal pagadas, está confesando, en realidad, que su activo más valioso es la obediencia, no la gente. La reforma de las 40 horas no resolverá, por sí sola, la desigualdad brutal que arrastramos. Pero es una grieta en el muro de una idea que ya no se sostiene: que la única forma de competir es a costa del tiempo y del cuerpo de quienes trabajan. Es, también, una prueba para todos los que han llenado discursos, informes y campañas con palabras como “sostenibilidad”, “bienestar” y “responsabilidad social”. Dentro de unos años, cuando miremos atrás, sabremos si la reforma fue un acto de maquillaje o el inicio de un nuevo pacto. No bastará con que cambien los números en la ley; tendrá que cambiar la escena de la noche en la ciudad: menos trabajadores esperando el camión a las once, más padres llegando a tiempo para cenar con sus hijos, más vidas organizadas en torno a algo más que la sobrevivencia. Tal vez entonces podamos decir que, al fin, el trabajo empezó a pesar tanto como el capital en la balanza. Y que el país de las ganancias dejó de construirse sobre las espaldas encorvadas de quienes nunca veían salir el sol en su propia casa.   Columnista: Opinión del experto nacionalImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0

El obrero que nunca llega a casa temprano

2025/12/10 14:43

Por Ricardo Peraza

En la esquina de una avenida cualquiera de la Ciudad de México, un hombre mira el reloj mientras espera el camión de las once de la noche. Sale de una planta donde fichó a las siete de la mañana. Doce, trece horas después, el sueldo apenas alcanza para la renta, el súper y una deuda que crece de forma silenciosa como moho en la pared. A su alrededor, los anuncios espectaculares venden otra historia: récords de utilidades, bancos “más sólidos que nunca”, marcas “socialmente responsables”. El país de las ganancias luce radiante. El país de los trabajadores camina con sueño.

Durante décadas, el guion fue claro: la prioridad era atraer inversión, abaratar costos, “flexibilizar” el trabajo. Se le llamó modernización, competitividad, apertura. En realidad, significó una transferencia constante de valor del trabajo al capital. Los salarios se quedaron congelados mientras la productividad se exigía al alza; las jornadas largas se normalizaron como si el tiempo de la gente fuera un recurso inagotable; los sindicatos se domesticaron o fueron expulsados de la mesa.

El resultado está a la vista: México es uno de los países donde más se trabaja al año y, al mismo tiempo, uno de los más desiguales del mundo desarrollado. Un puñado concentra la riqueza; millones concentran el cansancio. La vieja promesa neoliberal de que “si a las empresas les va bien, eventualmente, a todos les irá bien” se convirtió en una especie de religión fracasada: ofrendas diarias de horas extra, rezos por un ascenso que nunca llega y la fe, cada vez más débil, de que el esfuerzo será recompensado.

Mientras tanto, otros países se atrevieron a tocar el tabú: reducir la jornada laboral. Chile y Colombia han puesto en marcha planes para llegar a las 40 horas. En Europa se experimenta con semanas de cuatro días sin bajar salarios. Lejos del apocalipsis anunciado por ciertos gremios empresariales, los datos muestran más productividad, menos estrés, mejor salud mental. Lo que parecía una herejía económica empieza a verse como una obviedad: un trabajador menos explotado rinde mejor y vive mejor.

México ha llegado tarde a esa conversación, pero ha llegado. La reforma para reducir la jornada máxima de 48 a 40 horas semanales —sin disminución de sueldo— marca un momento de quiebre. No es casual que se impulse después de años de aumentos al salario mínimo y de un debate creciente sobre la desigualdad. La pregunta de fondo ya no es sólo cuánto crece la economía, sino para quién crece.

La ruta pactada es gradual: la jornada se irá reduciendo escalonadamente hasta alcanzar las 40 horas. No es el salto heroico que muchos trabajadores soñaban, pero sí un movimiento tectónico en la forma de entender el tiempo laboral. Detrás hay algo poco frecuente en México: un consenso amplio. Organismos empresariales que al principio advirtieron riesgos apocalípticos, terminaron aceptando la reforma con condiciones de transición. Sindicatos y colectivos, por su parte, han empujado para que no se diluya el objetivo final. En un país donde casi todo se convierte en guerra cultural, que la dignidad del tiempo de trabajo logre juntar a tantos en la misma mesa es un dato político poderoso.

Pero la historia no termina en el Diario Oficial. La siguiente batalla será en la práctica: en el centro de trabajo donde se intentará disfrazar la reducción de jornada con más horas extra “voluntarias”; en la maquila, donde la productividad se pretenda mantener con el mismo modelo de siempre: más presión, más rotación, menos derechos.

Ahí es donde entra otra pieza del nuevo lenguaje económico: ESG. Tres siglas —ambiental, social, gobernanza— que muchos repiten como mantra sin entender que, en el fondo, son una enmienda al neoliberalismo. El componente “S” de ESG habla de condiciones laborales dignas, de salud mental, de no exprimir a la gente hasta romperla.

Una empresa que presume reportes ESG, pero se resiste con uñas y dientes a la jornada de 40 horas, está mintiendo. Una firma que habla de “nuestro activo más valioso es la gente” mientras calcula su modelo de negocio sobre la base de 48 o 50 horas semanales mal pagadas, está confesando, en realidad, que su activo más valioso es la obediencia, no la gente.

La reforma de las 40 horas no resolverá, por sí sola, la desigualdad brutal que arrastramos. Pero es una grieta en el muro de una idea que ya no se sostiene: que la única forma de competir es a costa del tiempo y del cuerpo de quienes trabajan. Es, también, una prueba para todos los que han llenado discursos, informes y campañas con palabras como “sostenibilidad”, “bienestar” y “responsabilidad social”.

Dentro de unos años, cuando miremos atrás, sabremos si la reforma fue un acto de maquillaje o el inicio de un nuevo pacto. No bastará con que cambien los números en la ley; tendrá que cambiar la escena de la noche en la ciudad: menos trabajadores esperando el camión a las once, más padres llegando a tiempo para cenar con sus hijos, más vidas organizadas en torno a algo más que la sobrevivencia.

Tal vez entonces podamos decir que, al fin, el trabajo empezó a pesar tanto como el capital en la balanza. Y que el país de las ganancias dejó de construirse sobre las espaldas encorvadas de quienes nunca veían salir el sol en su propia casa.

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