Antes de que existiera el concepto de “superfoods”, en las cocinas mexicanas ya se preparaban tés que funcionaban como pequeños rituales de cuidado. Uno de los más queridos es el té de canela con cáscara de naranja y piloncillo: una infusión humilde, hecha con lo que hay en la alacena, que perfuma la casa entera y reconforta cuando el frío, la garganta irritada o el cansancio se asoman en plena temporada de posadas.
La canela llegó a la Nueva España a través de las rutas comerciales que unían Asia, Europa y América, y terminó arraigándose en nuestra cocina hasta volverse indispensable en atoles, arroces con leche, ponches y tés invernales.
La naranja, por su parte, se adaptó tan bien a los climas mexicanos que hoy parece imposible imaginar diciembre sin cítricos para ponche, ensaladas y postres. El piloncillo, obtenido de la caña de azúcar, aporta dulzor, notas de caramelo y, sobre todo, la idea de cocina de barrio: el cono oscuro disuelto lentamente en la olla de barro.
Este té no es un medicamento ni una cura milagrosa contra la gripa, pero sí cumple algo que la medicina moderna reconoce: ayuda a mantener una buena hidratación, proporciona sensación de calor, aporta ciertos antioxidantes provenientes de la canela y los cítricos, y ofrece algo que ninguna pastilla puede imitar: el consuelo emocional de una bebida caliente preparada por alguien que se preocupa por ti.


