Hace poco un amigo me contó que después de una jornada profesional sobre consumos problemáticos, el evento concluyó con una fiesta en la que estuvieron todos drogados. Lo que él señalaba era la contradicción entre lo planteado en un ámbito y lo realizado en el otro, pero lo que a mí interesó fue otra cuestión: ¿por qué no pudieron celebrar de otro modo?
Unos días después vi en las redes el video de un casamiento al que los novios llegaban a las corridas y dando saltos y, cada uno con su grupo de amigos, se abrazaron y terminaron en una especie de pogo al grito de “Eh eh eh”. Es una de las cosas más extrañas que vi en el último tiempo. La celebración de un matrimonio parecía una fiesta de egresados.
Por cierto, es notable cómo en los últimos años se festejan no solo los egresos de los secundarios, sino también el fin de la primaria y, más recientemente, la salida del jardín de infantes. Seguramente ustedes también han visto niños con buzos de “egresaditos” y algún nombre o apodo estampado en la espalda.
Es evidente que no son los niños los interesados en esa promoción. Somos nosotros, los padres, los que proyectamos algún tipo de emoción en esa instancia de pasaje. Ahora bien, ¿cuál es el motivo por el que el pasaje se vive con la fórmula del egreso? ¿De qué será que no podemos salir, para festejar de este modo?
Para los adolescentes se trata de un acto comprensible; se trata de un ritual que celebra la mayoría de edad. El egreso determina el pasaje al mundo adulto y, como todo rito, va de la mano de excesos que los jóvenes toman de la parodia adulta (consumos de sustancias más o menos prohibidas).
¿Cuál es la adultez en juego para un niño que termina el jardín de infantes o la escuela primaria? Como dije antes, somos más bien nosotros, los padres, los que –pareciera que– tenemos que hacer un duelo para aceptar una pérdida, del niño pequeño, del advenimiento a la pubertad, etc.
El punto es que hacemos ese duelo con una exaltación juvenil. ¿Será que no somos lo suficientemente adultos, como para que nuestros hijos crezcan? Por otro lado, ¿por qué tantas fiestas de fin de año laborales toman la forma de remedos de fiestas de egresados? Lo dicho al principio sobre una jornada profesional se extiende a muchos casos en estos días.
Un hombre me cuenta que organiza la fiesta de fin de año de su empresa. Es en un típico boliche para jóvenes y contratan a una banda de las que suelen tocar en el Movistar Arena. Se tiene la impresión de que es algo distinguido. Uno de los gerentes avisa que llevará pastillas y se produce gran expectativa entre los empleados.
Recuerdo algunas fiestas de fin de año de otra época, cuando lo interesante –para mí– era poder ver a alguno de mis jefes en un rol que no fuera el formal. Ahí conocía, detrás del jefe, al padre, al hombre, la sensibilidad detrás de la norma, un gusto singular (quizás algún hobbie) detrás de la instrucción.
¿Será que, en este mundo sin padres ni hombres, estamos destinados a regresionar hasta esa etapa efusiva y dilapidatoria que es la adolescencia? El egreso ¿será el único ritual que nos va quedando y, por lo tanto, se lo usa para todo? Lejos de una ampliación de la capacidad de disfrute, esto habla de todo lo contrario.
En este punto, ¡quiero aclarar que no estoy en contra de las fiestas! Sí me pasa que no me están gustando las fiestas de hoy, cuando todo se festeja de la misma manera. Tengo más bien la impresión de que la madurez no implica dejar de ir o hacer fiestas; su esencia está en reconocer que los modos del festejo se diversifican.
Es cierto que, cada tanto, alguien puede mandarse una regresión a la juventud y vivir la noche del recuerdo (como cuando se junta con los amigos del secundario), pero ese revival es acartonado y su valor está en la eventualidad. Otra cosa es la fiesta de egresados devenida en modelo de simbolización.
Los adultos de esta época parecemos capturados en una madurez larvada, que no termina de hacer el pasaje y, por lo tanto, precisa recrearlo indefinidamente. Nos dedicamos a nuestros asuntos más o menos serios, pero después tenemos que festejarlos de un modo que los ponga en cuestión –como si esa seriedad fuera artificial.
Este es el prejuicio adolescente de creer que madurar es perder espontaneidad, resignar y hacer cosas obligadas. La ritualidad de la fiesta de egresados es una desmentida de nuestra adultez, que nos incomoda, a la que no le terminamos de creer. Creemos que ser grandes es hacer cosas de grandes, no serlo.
LL/MF


